(Extractado del discurso 'Santo Tomás de Aquino, Doctor Communis Ecclesiae
y Doctor Humanitatis'. VIII Congreso Tomista Internacional, celebrado en Roma
con ocasión del centenaria de la Encíclica «Aeterni Patris»,
el 13 de septiembre de 1980)
En el saber filosófico, antes de escuchar cuanto dicen los sabios de la humanidad, a juicio del Aquinate, es preciso escuchar y preguntar a las cosas. La verdadera filosofía debe reflejar fielmente el orden de las cosas mismas; de otro modo acaba reduciéndose a una arbitraria opinión subjetiva. "El orden se encuentra principalmente en las cosas y de ellas llega a nuestro conocimiento". (S. Th. 2-2 q.26 a. 1 ad 2). La filosofía no consiste en un sistema construido subjetivamente a placer del filósofo, sino que debe ser el reflejo fiel del orden de las cosas en la mente humana.
En este sentido, Santo Tomás puede ser considerado un auténtico pionero del moderno realismo científico, que hace hablar a las cosas mediante el experimento empírico, aun cuando su interés se limita a hacerlas hablar desde el punto de vista filosófico. Más bien hay que preguntarse si no ha sido precisamente el realismo filosófico quien, históricamente, ha estimulado al realismo de las ciencias empíricas en todos sus sectores.
Este realismo, muy lejos de excluir el sentido histórico, crea las bases para la historicidad del saber, sin hacerlo decaer en la frágil contingencia del historicismo, hoy ampliamente difundido. Por esto, después de haber concedido la precedencia a la voz de las cosas, Santo Tomás se sitúa en respetuosa escucha de cuanto han dicho y dicen los filósofos, para dar una valoración de ello, poniéndolos en confrontación con la realidad concreta. Es imposible que el conocer humano y las opiniones de los hombres estén totalmente privadas de toda verdad. Es un principio que Santo Tomás toma de San Agustín y lo hace propio.
Esta presencia de verdad, aunque sea parcial e imperfecta y a veces torcida, es un puente que une a cada uno de los hombres a los otros hombres y hace posible el entendimiento cuando hay buena voluntad.
En esta visual, Santo Tomás ha prestado siempre respetuosa escucha a todos los autores, aún cuando no podía compartir del todo sus opiniones; aun cuando se trataba de autores pre-cristianos o no cristianos, como, por ejemplo, los árabes comentadores de los filósofos griegos. De aquí su invitación a acercarse con optimismo humano incluso a los primeros filósofos griegos, cuyo lenguaje no resulta siempre claro ni preciso, tratando de llegar más allá de la expresión lingüística, todavía rudimentaria, para escrutar sus intenciones profundas y su espíritu que los guía y anima. Luego, cuando se trata de grandes Padres y Doctores de la Iglesia, entonces busca siempre de encontrar el acuerdo, más en la plenitud de la verdad que poseen como cristianos que en el modo, aparentemente diverso del suyo, con que se expresan. Es sabido, por ejemplo, cómo trata de atenuar y casi de hacer desaparecer toda divergencia con San Agustín, bien que usando el método justo.
Por lo demás, la base de su actitud, comprensiva para con todos, sin dejar de ser genuinamente critica, cada vez que sentía el deber de hacerlo, y lo hizo valientemente en muchos casos, está en la concepción misma de la verdad. Esta sabiduría suprema, que brilla en la creación, no encuentra siempre a la mente humana dispuesta a recibirla por múltiples razones. De aquí la esperanza de conversión para cada hombre, en cuanto extraviado intelectual y moralmente.
Este método realista e histórico, fundamentalmente optimista y abierto, hace de Santo Tomás no sólo el «Doctor communis Ecclesiae», como lo llama Pablo VI en su hermosa 'Carta Lumen Ecclesiae', sino el «Doctor humanitatis», porque está siempre dispuesto y disponible a recibir los valores humanos de todas las culturas. La verdad, como Jesucristo, puede ser renegada, perseguida, combatida, herida, martirizada, crucificada; pero siempre revive y resucita y no puede jamás ser arrancada del corazón humano. Santo Tomás puso toda la fuerza de su genio al servicio exclusivo de la verdad, detrás de la cual parece querer desaparecer como por temor a estorbar su fulgor, para que ella, y no él, brille en toda su luminosidad.