(Charla de difusión en polaco en la Radio Vaticana,
el 19 de octubre de 1964, durante el Concilio Vaticano II.)
La persona humana es un elemento de la doctrina del Concilio Vaticano II. Aunque ninguna de las constituciones o decretos en proceso tienen a la persona humana como su tema específico, la persona se encuentra en lo profundo de toda la enseñanza conciliar que está emergiendo lentamente de nuestros trabajos de los últimos años. El Concilio se expresa directamente en su enseñanza. La enseñanza es su función propia. Esta enseñanza, a su vez, debe penetrar la conciencia de la Iglesia y encontrar expresión en la obra de la Iglesia. La persona humana debe encontrar un lugar adecuado en la enseñanza conciliar, de donde fluirá a su propio lugar como persona en el trabajo de la Iglesia. Y esto será una contribución enorme a los objetivos pastorales del Concilio.
Esta actitud hacia el ser humano como persona está surgiendo en el Concilio sobre la base de la experiencia y de la revelación. La experiencia parece enorme, incluso si pasamos por alto su dimensión histórica, incluidos todos los siglos pasados de la existencia de la Iglesia, y consideramos solamente la edad presente y todos los ministros sacerdotales cuya vocación básica consiste en el trato con personas humanas. Se puede decir con seguridad que a través de estos ministros, el Concilio está escuchando al hombre contemporáneo de prácticamente todas las naciones, así como de una enorme variedad de sistemas económicos, sociales y políticos. En el Concilio hay ojos suficientes para ver la humanidad en toda la diversidad de su existencia contemporánea. Todos esos ojos anhelan de alguna manera ampliar la mirada de Cristo, una vez enfocada a la persona humana. Esto es, después de todo, una condición fundamental para el anuncio del Evangelio y hacerlo realidad en nuestros días. En esto se basa la accomodata renovatio – la renovación de la Iglesia de acuerdo con las necesidades y posibilidades del ser humano contemporáneo.
La afirmación de que el ser humano es una persona tiene un profundo significado teórico. No tengo tiempo aquí para entrar en detalles. Debo mencionar, sin embargo, que, a pesar de las diferencias en las visiones del mundo, todos están de acuerdo, de alguna manera, con esta afirmación. En cierto sentido, marca la posición adecuada del ser humano en el mundo; habla de la grandeza natural del ser humano. El ser humano tiene una posición superior a la totalidad de la naturaleza y está por encima de todo lo demás en el mundo visible. Esta convicción está arraigada en la experiencia. Desde allí encuentra su camino tanto a la individualidad humana como a la comunidad humana, concebidas en el sentido más amplio posible. Respecto de una y otra, esta convicción es constantemente verificada. Nuestro carácter distintivo, así como nuestra superioridad como seres humanos, en relación a otras criaturas, son verificados constantemente por cada uno de nosotros, independientemente de lo inferiores que pudiéramos sentirnos por nuestras deficiencias físicas o espirituales. En este último caso, la superioridad y la dignidad natural de la persona se confirma como por contraste. También es verificada por el conjunto de la humanidad en su experiencia en curso: en la experiencia de la historia, la cultura, la tecnología, la creatividad y la producción. Los efectos de la actividad humana en todas las comunidades dan testimonio de esta dignidad. Un ser que transforma continuamente la naturaleza, elevándola en algún sentido a su propio nivel, tiene que sentirse superior a la naturaleza – y debe estar más alto que ella.
De esta manera, la confrontación constante de nuestro propio ser con la naturaleza nos lleva al umbral de la comprensión de la persona y de la dignidad de la persona.
Debemos, sin embargo, ir más allá de este umbral y buscar la base de esta dignidad al interior del ser humano. Cuando hablamos de la persona humana, no sólo estamos pensando en superioridad, lo que implica una relación con otras criaturas, sino que estamos pensando, sobre todo, en «qué» – o más bien, «quién» – es esencialmente el ser humano. Quien es esencialmente el ser humano deriva principalmente desde dentro de ese ser. Todas las externalizaciones – actividad y creatividad, obras y productos – tienen allí su origen y su causa.
Esta causa es lo que tenemos en mente ante todo. Es una causalidad que manifiesta ser, a través de sus efectos, un ser racional y libre. El intelecto y la libertad son propiedades esenciales e irrevocables de la persona. En ellas se encuentra también toda la base natural de la dignidad de la persona.
Reconocer la dignidad del ser humano significa colocar a las personas más alto que cualquier cosa derivada de ellas en el mundo visible. Todas las obras humanas y productos cristalizados en las civilizaciones y las culturas son solamente un mundo de medios empleados por las personas en la búsqueda de su propio fin. Los seres humanos no viven por el bien de la tecnología, de la civilización, o incluso de la cultura; viven por medio de estas cosas, preservando siempre su propio propósito. Este objetivo está íntimamente conectado con la verdad, porque el ser humano es un ser racional, y también con el bien, porque el bien es el objeto propio de libre albedrío.
No hay manera de reconocer la dignidad del ser humano sin tener en cuenta su propósito y su carácter totalmente espiritual. Ni el concepto de homo faber ni el concepto de homo sapiens, entendidos de una manera puramente funcional, son suficientes aquí. De ello resulta que la cuestión de la dignidad de la persona humana es siempre más una llamada y una demanda que un hecho ya realizado, o más bien un hecho creado por los seres humanos, tanto en el sentido colectivo como individual. Es muy fácil que aquí la cantidad prevalezca sobre la calidad. Tan fácil como pensar y juzgar sobre la base de la gente como masa. Y, sin embargo debemos transferir el valor de cada agregado numérico de personas de acuerdo con el principio de la persona y de la dignidad de la persona.
Esta tarea es a menudo difícil más allá de las palabras.
El Concilio y la Iglesia están tratando de llevar a cabo esta tarea. Consideran el llamado a la dignidad de la persona humana como la voz más importante de nuestra época. Esto ha sido elocuentemente expresado en las encíclicas de Juan XXIII y Pablo VI, así como en toda la labor del Concilio, sobre todo en la declaración sobre la libertad religiosa y el esquema de la relación de la Iglesia con el mundo moderno, que actualmente se encuentran en discusión.
Al llevar a cabo esta importante tarea, el Concilio no sólo procede desde la experiencia, sino también – y sobre todo – de la revelación. El Concilio está a cargo de la enseñanza de la verdad divina, que tiene un significado no sólo natural, sino sobrenatural. La dignidad de la persona humana encuentra su plena confirmación en el hecho mismo de la revelación, porque este hecho significa el establecimiento del contacto entre Dios y el ser humano. Al ser humano, creado a "imagen y semejanza de Dios", Dios le comunica sus propios pensamientos y planes. Pero esto no es todo, Dios también "se convierte en un ser humano". Dios entra en el drama de la existencia humana a través de la redención y impregna al ser humano con la gracia divina.
Para aquellos de nosotros que somos creyentes, aquí es donde la dignidad de la persona humana encuentra su más plena confirmación; aquí es donde, por así decirlo, es traída a la superficie. La religión, como señala Pablo VI, es un diálogo: mediante la religión Dios confirma la dignidad personal del ser humano. El creyente encuentra esta confirmación en la religión. Esto puede ser descrito como una confirmación "desde arriba".
Además, la religión dicta igualmente otra dirección: una confirmación de la dignidad de la persona como "desde abajo". Esto último es importante también para aquellos que no reconocen una realidad religiosa y no encuentran una confirmación plena de la dignidad de la persona humana en tal realidad, aquellos para los que el ser humano sólo se confirma desde abajo: en relación con lo visible mundo, en la economía, la tecnología y la civilización. Pero aquí aparece toda una serie de condiciones, ya sea producida por la naturaleza o creadas por la gente. Estas condiciones son, hasta cierto punto, ineludibles. Una pregunta básica y una tarea básica surge para todos nosotros: ¿cómo, en la bruma de estas numerosas condiciones, puede la dignidad de la persona humana ser preservada más plenamente? ¡Porque debe ser preservada! De lo contrario nos encontraremos en conflicto con el propósito mismo de la existencia humana. Y entonces toda nuestra búsqueda de medios será, en absoluto, de ningún provecho: ellos pueden llegar a ser, tanto más fácilmente, medios de auto-destrucción.
Podemos ver por qué el tema de la dignidad de la persona humana es uno de los elementos fundamentales en las reflexiones del Concilio. Sin duda, es un elemento ecuménico, un elemento común a todos los hombres genuinamente de buena voluntad. Sin comprender este elemento, no se puede hablar de un progreso real.
Mañana, en la fiesta de San Juan Cantius, en que yo celebro la misa en la sala del Concilio, quiero pedirle a Dios, de una manera especial, uno de los dones del Espíritu Santo, el don a menudo referido como el don de piedad – en esencia, el don de la reverencia debida a cada criatura por amor a Dios: que podamos saber, con la ayuda de ese regalo, cómo dar cuenta en el mundo moderno del bien fundamental de la vida colectiva e individual: de la dignidad de la persona.
* Traducido por Angel C. Correa de la versión inglesa, 'On the Dignity of the Human Person',
publicada en el libro 'Person and Community, Selected Essays of Karol Wojtyla',
Edición Peter Lang, 1993, Colección 'Catholic Thought from Lublin'
(Pensamiento Católico de Lublin).