'EL PROBLEMA DE LA EXPERIENCIA EN LA ETICA' *

Karol Wojtyla

(Ensayo publicado en la revista Roczniki Filozoficzne en 1969)

1. LA ETICA EN ESTADO DE DIVISION

   Los estudiosos contemporáneos que se ocupan del área de la moralidad están en completo desacuerdo acerca de la ética. Es difícil encontrar entre ellos una respuesta uniforme a la pregunta: ¿qué es la ética? Muchos incluso rechazar totalmente la posibilidad de su existencia, respondiendo negativamente a la pregunta más fundamental: ¿Tiene la ética alguna base para existir como ciencia? ¿Puede realmente existir como ciencia? Este clima intelectual, sin embargo, de ninguna manera conduce a los estudiosos a alejarse de la zona de la moralidad ni elimina la necesidad de tratar la moralidad de una manera científica.

   Este problema está relacionado, en última instancia, con el problema del carácter científico de la filosofía, con la que la ética – como tantas otras ramas de la ciencia – fue originalmente una. También se explica por la actitud crítica hacia el conocimiento humano desarrollado en la filosofía en los últimos siglos. Estos dos procesos – la disolución del todo estructural original de las ciencias filosóficas en una multiplicidad de ciencias particulares que se rigen por sus propios criterios científicos, y la actitud crítica hacia el conocimiento humano – determinaron también el estado en que se encuentra la ética. En este sentido, se trata de un estado «crítico». Sería difícil describirlo de otra manera, si los académicos que se ocupan de la esfera de la moralidad se hacen preguntas tan básica como «¿Qué es la ética?» y «¿Tiene siquiera una base para existir como ciencia?» ¿Puede existir todavía la ética como ciencia, dado el estado actual de intensificado criticismo en la teoría de la ciencia?

   Esta visión crítica de las fuentes y criterios del conocimiento significativo suscitó entre los pensadores dos orientaciones que, aunque divergentes, no son intrínsecamente incompatibles, pero cuando se toman en forma exclusiva en su desarrollo propio se convierten en antagónicas y mutuamente opuestas. Son como dos tendencias extremas en la teoría de la ciencia hacia las que gravita el pensamiento filosófico moderno y contemporáneo. El primer polo es el «empirismo», y los que gravitan hacia él se identifican por el nombre no sólo de «empiristas», sino también – por razones que se discutirán más adelante – de «empiristas radicales». A causa de estos últimos, no es suficiente decir que buscamos las razones de conocimientos significativos en la experiencia; también tenemos que definir con mayor precisión qué tipo de experiencia consideramos. Como sabemos, el concepto de experiencia no es estrictamente unívoco, y así la orientación de la ciencia llamada empirismo tampoco es uniforme. Es precisamente esta falta de uniformidad, como veremos más adelante, lo que crea la posibilidad de desarrollar un cierto concepto coherente e integral de la experiencia, uno que también sea operativo en el ámbito de la ética – algo que parece imposible desde el punto de vista de los empiristas radicales.

   El otro polo hacia el cual se orienta el pensamiento filosófico contemporáneo se puede definir como «racionalismo», y, en su forma más radical, como «apriorismo». Debido a que el término racionalismo tiene muchos significados, debo aclarar que estoy hablando aquí del tipo de orientación que, en el esfuerzo por alcanzar la certeza científica, busca su punto de partida en la decisión inmediata de juicios primarios. El «empirismo sobrio» básicamente no tiene problema con tal consideración de la materia; su oponente y «enemigo mortal» no es el racionalismo en general, sino única y exclusivamente el «apriorismo racionalista». El apriorismo sostiene que esos juicios primarios, inmediatos y evidentes por sí mismos, tienen su fuente en la sola razón, y no en la experiencia. El empirismo, por su parte, sostiene que las bases – la fuente y criterio – de la objetividad del conocimiento es la experiencia.

   Así es como, en el amplio trasfondo del pensamiento filosófico contemporáneo, se puede apreciar la oposición radical entre el empirismo y el apriorismo. Es una división que no permite reconciliación, una división en la que la cohesión y la unidad de la filosofía no pueden sobrevivir. Esta división crece aún más ampliamente cuando la orientación empírica se convierte en radicalmente empírica y reduce la experiencia a lo «puramente sensorial». Entonces esta división de carácter epistemológico también parece indicar una especie de «astigmatismo» básico del ser humano en el ámbito del conocimiento, que es quizás, en última instancia, la raíz de la inclinación hacia el escepticismo o agnosticismo. Después de todo, ¿qué sentido puede haber, al hablar de la unidad del conocimiento humano, si las fuentes de las que lo derivamos son tan divergentes?

   En este amplio contexto, que pone de relieve el estado de división en la filosofía, es también más fácil entender la división que ha tenido lugar en la ética. Las preguntas planteadas al principio, relativas a la esencia de la ética (¿qué es realmente la ética?), y a la posibilidad de considerarla de manera objetivamente justificada, surgen precisamente del estado en el que la ética se encuentra en el día de hoy. En el contexto de la divergencia entre el empirismo y el apriorismo, cada uno de los cuales muestra una fuerte tendencia «hacia su propio polo», el estado de la ética se ha vuelto aún más complicado que el de las otras disciplinas filosóficas. Su unidad original en el marco de la filosofía, así como su unidad en el área de su problemática, han sido objeto de una profunda división. Los que son conscientes de esta situación encuentran difícil decir lo que la ética es realmente y a qué orientación pertenece propiamente. ¿Pertenece al ámbito de la ciencia de la moralidad, que intenta responder a las demandas de una ciencia empírico-inductiva, o al ámbito de una ciencia estrictamente deductiva, que se esfuerza en determinar el valor cognitivo de las normas morales, para luego disponerlas especificando las relaciones lógicas entre ellas? Esta última corresponde a las tendencias del racionalismo e incluso del apriorismo.

   Aquí ya estamos tratando con el legado no sólo de la filosofía crítica, sino también del positivismo, que surgió gradualmente de la filosofía crítica en el siglo XIX. El positivismo centró su atención en los fenómenos de la moralidad (fenómeno moral) y prescribió el método descriptivo para investigarlos. Esta descripción tomó dos formas, la «psicología de la moralidad» y la «sociología de la moralidad», dado que la moralidad fue considerada, por razones fáciles de entender, como una manifestación de la vida psíquica del individuo y como una manifestación de la vida social.

   En vista de estos supuestos, la única pregunta que la ciencia positivista de la moralidad puede hacer es: ¿qué consideran moralmente bueno o malo ya sea un determinado individuo, una sociedad determinada, o un período determinado de la historia de esa sociedad? Nunca van más allá, ni puede ir más allá, las preguntas de este tipo. Tampoco pueden plantear – y deliberadamente evitan plantear – la cuestión propia de la ética: ¿qué es bueno y que es malo, y por qué? La ciencia de la moralidad – ya sea como psicología o como sociología – es una ciencia de las normas, pero no es y no puede ser una ciencia normativa. En este sentido, se diferencia fundamentalmente de la ética.

   Tenemos aquí una de las principales consecuencias de la crítica del conocimiento humano en la ciencia. Los positivistas están convencidos de que la ciencia no puede responder a la pregunta: ¿qué es moralmente bueno y qué es moralmente malo, y por qué? Y así tratan la norma exclusivamente como un hecho – ya sea un hecho psicológico o un hecho sociológico –, pero no están interesados ​en el tema de la justificación última de las normas. Tal posición tiene repercusiones en el significado propio de toda la lógica de las normas, que manifiesta una tendencia a modelar la ciencia de la moralidad a partir de que las ciencias particulares, entendiendo la ciencia de la moralidad como un conjunto de normas subordinadas unas a otras por medio de la deducción. Esta sola deducción, sin embargo, no resuelve la cuestión básica de la ética, la cuestión de la normatividad de las normas en sí mismas, la cuestión de sus bases éticas. La lógica de las normas puede permanecer totalmente dentro de los límites de la ciencia de la moralidad. Entonces funciona como una disciplina auxiliar en relación con esa ciencia, organizando las normas que existen de facto en una moralidad determinada.

   Así, el estado de la división en el que la ética se ha encontrado, como resultado de las crecientes tendencias del empirismo y el apriorismo, implica también algo más, a saber, una retirada de las tareas y ambiciones básicas que la ética estableció inicialmente para sí misma y que le fueron asignadas a ella – y, de hecho, todavía le son asignadas – en la creencia de que puede y debe cumplir con ellas. Es evidente que la respuesta a la pregunta del bien y el mal moral, no sólo en el orden descriptivo, sino también sobre todo en el orden normativo, es una de las necesidades más importantes de la humanidad. De acuerdo con nuestra naturaleza racional, la ciencia debe ayudar a satisfacer esta necesidad. Y sin embargo, la ética en su estado actual – un estado de división – parece como si se hubiese retractado de esa posibilidad. Ni en la posición de la «ciencia de la moralidad» ni en la posición apriorística de la «lógica de las normas» podemos ver ninguna posibilidad de responder a la pregunta fundamental: ¿qué es moralmente bueno y qué es moralmente malo, y por qué? La ética parece como si hubiese retrocedido a los márgenes de sus grandes y antiguas tareas.

2. LA ÉTICA EN BUSQUEDA
DE SU PUNTO DE PARTIDA EXPERIENCIAL

   La psicología y la sociología de la moralidad, como formas de la ciencia de la moralidad surgidas de los supuestos del positivismo, realizan, sin embargo, un papel muy importante para el desarrollo posterior de la ética, porque llaman la atención sobre la enorme importancia del hecho de la moralidad. Del mismo modo, la ciencia deductiva de la moral, que apunta a una organización precisa de las normas, a partir del establecimiento de su valor lógico, también tiene una gran importancia para el desarrollo de la ética. Tengo la intención de volver a este tema en un lugar apropiado. Aquí, sin embargo, me gustaría examinar el problema del punto de partida de la experiencia, con referencia a las dos ramas de la ciencia de la moral mencionadas precedentemente.

   Tanto la psicología como la sociología de la moralidad apelan al conjunto de hechos que conforman el todo estructural del fenómeno de la moralidad. El concepto mismo del fenómeno de la moralidad debe presentar un problema grave. ¿En qué sentido es la moralidad un fenómeno? ¿Se puede hablar aquí de que sea accesible a los sentidos – lo que para el concepto del fenómeno parece ser esencial? Pero ésta no es mi principal preocupación por el momento. Más bien, es que cada una de estas ciencias parece lidiar con la moralidad solamente per accidens – sólo a través de ese aspecto de los hechos que corresponden a la ciencia respectiva.

   La psicología de la moralidad es, básicamente, la psicología quoad substantiam, de modo que se refiere a los hechos experimentales en términos de su aspecto psicológico, teniendo como punto de partida la experiencia de la vida psíquica del ser humano. La psicología puede acercarse a la moralidad sólo como una forma particular de la vida psíquica. Si bien no se puede negar que esto es hasta cierto punto correcto, también hay un cierto peligro aquí de convertir la moralidad in aliud genus (en otro género). La moralidad tiene su propio aspecto específico, que surge en el ser humano sobre la base de la vida espiritual de la persona humana. Este aspecto no es completamente reducible a la psique y su dinamismo accesibles empíricamente. El estudio de la psicología de la moralidad es sin duda necesario, pero trata de un conjunto de hechos subyacentes al hecho moral, y no del propio hecho moral. Este último tiene su propio aspecto específico, que no puede ser completamente reducido a un objeto de la psicología.

   Lo mismo se aplica a la sociología de la moral. Se trata básicamente de la sociología quoad substantiam que se ocupa de su propio conjunto de hechos. Estos hechos constituyen el conjunto estructural de la vida social y tienen su propio aspecto específico. Aunque la moralidad está relacionado con estos hechos y con su aspecto específicamente sociológico, no se puede reducir por completo lo este aspecto. Cada intento de hacerlo es necesariamente equivalente a una transformación de la moralidad in aliud genus y también, por tanto, una pérdida del aspecto específico propio de la moralidad. Un hecho social (sociológico) no es en sí mismo un hecho moral (ético), del mismo modo que un hecho psíquico tampoco es un hecho moral. La moralidad reside en cada una de estas clases de hechos experimentales, que deben ser descubiertos y aislados a través de su propio aspecto específico – mientras que, por supuesto, preserva su verdadero vínculo con la realidad social y con el sustrato psíquico. Sin embargo, el aspecto propio de la moral misma debe ser aislado. Esto por sí solo puede servir como punto de partida a la experiencia de la ciencia de la moralidad.

   Podemos ver, entonces, que hay serias razones para sospechar que las formas psicológicas y sociológicas de la ciencia de la moralidad, por muy bien que hayan demostrado la necesidad de un punto de partida de la experiencia, sin embargo, precisamente en este sentido se han apartado – o al menos podrían apartarse – de la moralidad, de su propio aspecto específico, que en la experiencia sin duda constituye un proprium genus. Este proprium genus es al que me referiré en el curso posterior de esta discusión sobre la experiencia de la moralidad, destacando que a través de ella cada hecho contenido en la experiencia humana (entendido aquí en el sentido más general del término) tiene una propiedad ética y por lo tanto es un hecho moral – y no solamente un hecho psíquico o social.

   Como podemos ver, existe, por tanto, la necesidad de homogeneizar la ética, y este problema surge en el contexto de su división histórica: la disolución del todo coherente de la ética en dos totalidades no cohesivas, una de las cuales (la ciencia de la moralidad) es exclusivamente inductiva y la otra (la lógica de las normas) exclusivamente deductiva. El problema de la homogeneización de la ética está conectado principalmente con la experiencia, ya que parece que ésta es la zona donde la ética cayó en pistas heterogéneas, convirtiéndose en psicología o sociología y perdiendo su contacto esencial con la moralidad – con la moralidad como tal. Consecuentemente, la demanda de un experiencia homogénea (auténtica) de la moralidad es tal vez uno de los primeros aspectos en que debemos avanzar.

   Al hacer tal demanda, de ninguna manera estoy descartando dichas ciencias de la moralidad como la psicología y la sociología. Pero, por supuesto, creo que la ética es también una ciencia de la moralidad; es incluso la ciencia de la moralidad «por excelencia». Por otra parte, la ética también tiene – como trataré de mostrar – un carácter empírico, ya que procede de los hechos que constituyen el conjunto estructural de una realidad completamente única. A esta realidad la llamamos moralidad, no abstrayéndola de esos hechos, sino que, por el contrario, aprehendiendo en cada uno de ellos por separado y en su conjunto lo que es esencial para la moralidad – o, para decirlo de otra manera, lo que es esencialmente moral (ético). La demanda de homogeneización es simplemente una llamada a alcanzar aquello que es esencial para la moral – y no otra cosa. Yo estimo que esta aprehensión tiene lugar inicialmente en la experiencia misma, no en una abstracción o reflexión posterior. El punto de partida en la ética es, por tanto, la experiencia de la moralidad. Pero lo importante aquí, en este punto de partida, es afirmar directamente éste y no algún otro hilo de la experiencia.

   El problema de la heterogeneización de la ética, ya en el punto de partida de la experiencia, no toma necesariamente la forma de una desviación de su objeto propio, de aquello que constituye el aspecto específico de la moralidad. Más a menudo, tal vez, toma la forma de un fracaso para llegar a este aspecto.

   Hay una cierta perspectiva, desde la cual es visto el ser humano y la actividad humana, que presupone una difuminación de las fronteras entre la moralidad y todos los contenidos psico-sociológicos relacionados con ella. Esta perspectiva implica un sistema de supuestos – a menudo tácitamente aceptado – que conducen a una forma de ver el ser humano que es más bien no verlo.

   Al plantear la cuestión de la experiencia de la moralidad en el punto de partida de la ética, también me estoy decidiendo a favor de un determinado sistema de supuestos. Esta decisión surge de una necesidad de salir del callejón sin salida del empirismo radical y del apriorismo y es equivalente a mantener un punto de partida de la experiencia en la ética. Esta experiencia, por supuesto, es sui generis y no puede ser identificada con el concepto radicalmente empírico de la misma.

   Para mi, la ética es una ciencia de la moralidad, aunque – para evitar malentendidos y ambigüedades – sería mejor llamarla una «ciencia filosófica de la moralidad».

   En este concepto de la ética, el principal papel del «conocimiento-generativo» será jugado directamente por una explicación de los datos de la experiencia. El método adecuado de la ética será, por lo tanto, «reductivo» en lugar del método «deductivo» (vale la pena señalar que la visión que presenta el mayor contraste con este concepto de la ética es la visión radicalmente apriorística, donde el papel principal es desempeñado por el método deductivo). Aquí la explicación es una especie de «explotación intelectual de la experiencia». Su objetivo es establecer la adecuada y, en este sentido, las razones últimas de la ocurrencia e inteligibilidad del hecho que nos es dado en la experiencia. La cuestión de las razones adecuadas y definitivas – que por el momento se pueden formular con la pregunta: ¿qué es moralmente bueno y qué es moralmente malo, y por qué? –, delimita de la manera más general la tarea cognitiva con la que nos aproximamos a la esfera de la moralidad. No debe pensarse, sin embargo, que con esta pregunta nos acercamos a la esfera de la moralidad completamente «desde afuera». Por el contrario, esta pregunta surge – como se mostrará más adelante – de la experiencia misma; en efecto, se encuentra en el carácter mismo de lo que experimentamos en la moralidad. Esta circunstancia muestra, por sí sola, que es imposible confinar la ética a una descripción del contenido moral de la experiencia, dado que el contenido descrito en sí provoca preguntas que van más allá del propio contenido y su descripción.

3. EL SIGNIFICADO CORRECTO
DE LA EXPERIENCIA DE LA MORALlDAD

   He dicho que la experiencia debe ser colocada en la base misma del concepto de ética. Esto también está en consonancia con las tendencias en la epistemología contemporánea, que, por supuesto, a este respecto, no se apartan de los supuestos de todo pensamiento realista de épocas pasadas. La experiencia como punto de partida de la ciencia siempre ha sido la primera prueba de realismo a lo largo de todo el camino seguido por la ciencia – y es también prueba del realismo de los métodos que utilizamos en una ciencia determinada.

   En el caso de la ciencia cuyo objeto propio es la moralidad, debemos determinar primero en qué sentido se puede hablar de la experiencia en su punto de partida. Las divergencias y concepciones positivistas de la ciencia de la moralidad discutidas anteriormente dejan muy claro que el problema de la experiencia en la base de la ética está íntimamente relacionado con la necesidad de definir el significado propio de esta experiencia. Hemos visto que cuando conceptos como el «fenómeno de la moralidad» o el "hecho moral" son tratados de una manera determinada, la ética se vuelve imposible y sólo permanece una ciencia descriptiva de la moralidad. El concepto de «fenómeno de la moralidad» puede en cierto modo denotar la experiencia en cuestión, como ya he mencionado antes. Este concepto (tal vez incluso más que el concepto de «hecho moral») puede, por tanto, ayudarnos a iluminar el problema de la experiencia misma y a captar su significado propio.

   El término fenómeno significa algo que «se manifiesta», algo que afecta nuestras facultades cognitivas de una manera perceptible. Yo me inclinaría a considerar esta percepción de un objeto como el corazón de la experiencia. La experiencia está relacionada con el fenómeno – con el mundo de los fenómenos – de diversas maneras. La percepción de un objeto, aunque no siempre tenida en cuenta aquí, se reduce a menudo a una impresión puramente sensorial. Kant, como sabemos, trató con agudeza especial este problema, que ya se había planteado con anterioridad a él. La reducción de la experiencia a los contenidos puramente sensoriales de la percepción, que era el principio fundamental de los empiristas de tendencia sensualista, es lo que llevó a Kant a ver el pensamiento racional y sus leyes a priori como radicalmente opuesto a la experiencia sensorial y su regularidad natural.

   No voy a entrar en los detalles de este proceso histórico, que ya son bien conocidos, pero no quiero dejar de señalar que, si se acepta la hipótesis del empirismo sensualista, el concepto de la experiencia de la moralidad no tiene y no puede tener ningún significado. Cuando hablamos del "fenómeno de la moralidad" o de "hechos morales" como hechos experienciales, es ciertamente verdad que no encontramos contrapartes de estos términos – o, por tanto, de sus respectivos conceptos – en el ámbito de las «impresiones puramente sensoriales». Al mismo tiempo, sería difícil negar que la moralidad se nos «manifiesta» de alguna manera y que, por lo tanto, varios hechos morales se nos dan en la experiencia. Ni estos hechos ni la moralidad en sí misma, como hecho que determina su aspecto específico, son construidos a priori por alguien en su mente o le son impuestos «mentalmente» como conjunto de datos «puramente sensoriales». Y así, se debe mantener que esa experiencia no se limita a la sola percepción de contenidos puramente sensoriales, sino que incluye la particular estructura y el contenido esencial de esa percepción. Debemos adoptar tal posición si el término «fenómeno de la moralidad» ha de tener algún sentido absoluto – como asimismo el término «hecho moral». La experiencia en sí es lo que nos convence de que estos términos tienen significado, porque, en efecto, la moral "se nos manifiesta" a su manera propia. Tenemos un acceso perceptivo de los hechos morales: los experimentamos.

   Este sería, tal vez, un buen lugar para examinar un poco más ampliamente el problema de la experiencia, teniendo en cuenta no sólo la experiencia de la moralidad, sino de alguna manera todo lo que la palabra experiencia implica – en su sentido cognitivo, por supuesto, y no en cualquier otro sentido (como dije antes). Parece que el significado fundamental de la experiencia debe estar firmemente arraigado no sólo en la psicología, sino también en la antropología como un todo. Para comprender este sentido, hay que destacar dos elementos del mismo que son de alguna manera constitutivos y, al mismo tiempo, están íntimamente unidos en un todo orgánico. Apelando a la psicología, podemos definir cada uno de estos elementos como un cierto "sentido". Este sentido no es lo mismo que la conciencia, sino algo mucho más concreto: es una especie de sensitivum, aunque no «sensual». El primer elemento de la experiencia se puede definir como un «sentido de la realidad», poniendo el acento en la realidad – en el hecho de que algo existe con una existencia que es real y objetiva, independiente del «sujeto» cognoscente y del acto cognitivo del sujeto, mientras, al mismo tiempo, existente como «objeto» de ese acto. Debido a esto, el conjunto estructural de la experiencia también contiene un segundo elemento, que puede ser definido como un "sentido de conocer". Este es un sentido de una especie peculiar «de relación» con lo que existe de una manera real y objetiva, junto con un sentido de una especie distintiva de «contacto o unión» con lo que existe y existe de tal manera.

   Dentro del conjunto estructural dinámico que llamamos experiencia, el sentido de conocer difiere del sentido de la realidad, mientras que al mismo tiempo íntimamente corresponde a él. Este último es un sentido de la realidad en el conocimiento y a través del conocimiento – y el anterior es un sentido de conocer a través de la realidad, a través de lo que existe real y objetivamente con una existencia independiente del acto cognitivo y, al mismo tiempo, en contacto con ese acto. Es justamente en ese contacto y en tal orientación que el sentido de conocer en última instancia se manifiesta como una tendencia a lo que existente real y objetivamente – una tendencia hacia un objeto – como verdadero. Aquí el significado sensualista de la experiencia es superado radicalmente. En vista de la configuración de estos sentidos que entran en el conjunto estructural dinámico de la experiencia, no podemos persistir en la noción de experiencia «puramente sensorial». Esto también se desprende de los supuestos antropológicos correctos: no puede haber experiencia puramente sensorial porque no somos seres «puramente sensoriales». El sentido de conocimiento contiene, como elemento esencial y constitutivo, una necesidad distintiva a tender hacia la verdad.

   De este modo, definimos en cierta medida la propia naturaleza de la cognición (no sólo la naturaleza de la experiencia, ya que de alguna manera todo conocimiento humano es experiencial). Al mismo tiempo, también llegamos a una explicación más profunda del sentido de la realidad, porque vemos más claramente que este sentido trata con una realidad que es trascendente en relación con la cognición. Si la realidad fuese idéntica con la cognición, si esse – acto de existencia – fuera equivalente a percipi – acto de cognición – (como mantuvieron los idealistas), entonces la necesidad de la cognición a tender hacia la verdad sería completamente ininteligible. Se podría decir que no tendría la «asignación». La verdad del hecho de saber estaría contenida exhaustivamente en cada acto cognitivo (percipi). Si esse = percipi no existiría razón de ser a la necesidad de tender hacia la verdad en ese acto. La única manera de explicar esta necesidad es a través de la trascendencia final de esse en relación con percipi. La cognición debe ir más allá de sí misma, ya que se realiza, no a través de la verdad de su propio acto (percipi), sino a través de la verdad de un «objeto» trascendente - algo que existe (esse) con una existencia real y objetiva independiente del acto de conocer.

   Por supuesto, el sujeto, o «yo», también puede ser un objeto de este tipo, ya que el sujeto también reside más allá del hinc et nunc (aquí y ahora) del acto cognoscitivo concreto y es trascendente en relación con él.

   Me parece que de esta manera aprehendemos el significado básico, e igualmente correcto y completo, de la experiencia, lo que es extremadamente importante en el punto de partida de nuestra discusión. Así, al aclarar de este modo el camino para hacer frente a la realidad, con la que la ética ha tratado siempre, he demostrado que la experiencia puede servir de base para la consecución de esta disciplina de una manera científica. Antes he dicho que la experiencia debe formar esta base, si ha de ser perseguida como una ciencia. También presenté, al llamar la atención sobre el sentido de la realidad como un elemento de cada experiencia, que la cognición de ninguna manera crea la «realidad» (la cognición no crea su propio contenido), sino que surge en el contexto de los diferentes tipos de contenido que le son propios; en otras palabras, la cognición surge gracias a los diversos tipos de esse, gracias a la enorme riqueza y la complejidad de la realidad.

   Una de estas realidades o esse es la moralidad. El hecho de la experiencia revela que la moral es una forma de realidad, una forma de esse. En última instancia, se trata de este esse cuando hablamos del «fenómeno de la moralidad». Podría decirse que la experiencia es como una llamada original e incesante de la realidad a nuestros poderes cognitivos. A través de este llamado, la realidad «se define» al mismo tiempo como trascendente en relación con cada acto de la cognición. De esta manera, la moralidad se «define a sí misma» a través del simple hecho que le es dado en la experiencia.

   En cuanto a la experiencia de la moralidad, vale la pena destacar una vez más que esta llamada de la realidad no termina con un sentimiento en los sentidos (con una «impresión»). Alcanza inmediata y simultáneamente la potencialidad de la inteligencia humana y, con su ayuda, evoca la percepción distintiva de esa realidad que es la moralidad. Así, el dinamismo de la inteligencia humana y la estructura de la cognición humana son evidentes ya en la experiencia. Cada experiencia es también un conocimiento primordial, por lo que puede servir como punto de partida para posteriores entendimientos y como una especie de provocación hacia ellos. La tendencia hacia la verdad, esencial para el conocimiento intelectual, se realiza por medio de entendimientos cada vez más maduros. Este «camino» también pasa a través de la experiencia o, al menos, depende de ella. A continuación intentaré aplicar esta afirmación a la comprensión de la moralidad. Esto es sumamente importante para asegurar el carácter realista de la ética. Si se pretendiese descartar la experiencia de la moralidad, se descartaría también el realismo de ética.

4. LA EXPERIENCIA DE LA MORALIDAD
Y LA EXPERIENCIA MORAL

   Hablar de la experiencia de la moralidad es afirmar, sobre todo, que la moralidad es algo que los seres humanos practican y experimentan de una manera personal. La práctica de la moralidad es un hecho, compuesto de muchos hechos individuales, que tienen una carácter básicamente interno – pero también, hasta cierto grado, un carácter externo. Por razón de su carácter interno, intra-personal y privado, estos hechos se encuentran en el campo de la experiencia conocido como experiencia interior o introspección. No están, sin embargo, restringidos totalmente a este campo. También tienen un aspecto inter-subjetivo distintivo, que en gran medida se deriva de la circunstancia de que todos los seres humanos normales practican la moralidad y experimentan el bien y el mal moral personalmente, por lo que están predispuestos a percibir tales hechos, e incluso tales experiencias, en otros. Aunque la experiencia vivida de bien y el mal moral, en su contenido subjetivo completo, sólo se puede comunicar externamente en un grado limitado, se presta a ser entendida fácilmente por otros que también son capaces de tales experiencias y las viven internamente. Somos capaces no sólo de experimentar el bien y el mal moral personalmente, sino también de participar en las experiencias similares de otros.

   Esta inter-subjetividad de los hechos morales es algo diferente de su carácter social. No es fácil determinar exactamente dónde se encuentra el límite entre el carácter personal y social de la moralidad humana. Tampoco es mi intención hacer eso aquí, aparte de decir que la moralidad tiene tal carácter dual. El carácter social de la moral se deriva simplemente del hecho de que las personas – cada uno de las cuales, en la medida en que él o ella cuentan con el uso normal de la razón, practica la moral y experimenta el bien y el mal moral – viven en comunidades y sociedades. A pesar de que la inter-subjetividad de los hechos morales no se puede identificar con el carácter social de la moral, está, sin embargo, estrictamente conectado con él. Puesto que participamos en la práctica de la moralidad de los demás, nuestra propia moralidad y la experiencia personal del bien y el mal moral se convierten de alguna manera en dependiente de ellos. Sin entrar en una investigación detallada, se puede al menos decir que la moral social es el resultado – o mejor, un efecto secundario – de las diversas influencias e interacciones de las moralidades individuales.

   Al hablar de la moral social, estoy haciendo abstracción por el momento de su aspecto axiológico normativo, de toda la problemática del bien común. Mi única preocupación es mostrar el alcance de la experiencia con que nos encontramos en este ámbito. Se podría decir que esto no es sólo una experiencia interior, sino también una experiencia externa, aunque esto último se produce de alguna manera a través de la primera. El aspecto específico de la moralidad no puede ser captado en cualquier lugar, sino en la persona humana. Sin embargo, esta interiorización no es el único campo de nuestra experiencia. El perfil personal de la moralidad surge en nuestra experiencia de alguna manera simultánea con su perfil social.

   La práctica de la moralidad, tanto en su perfil personal como social, debería llamarse más bien «experiencia moral». La experiencia de la moralidad es otra cosa; se trata de un tipo de experiencia de segundo nivel. De manera inmediata, cada uno de nosotros, como persona y como miembro de la sociedad, tiene un cierto tipo de experiencia moral. Decir que esta experiencia consiste en la práctica personal de la moralidad y en la experiencia personal de bien o mal moral, es también decir que cada ser humano normal es aquí un auténtico autor y productor. Es imposible divorciar la realidad moral de esta causalidad y productividad. La experiencia moral consiste principalmente en esto.

   En un sentido derivado, también se puede decir que, mediante la práctica de la moralidad y de experimentar el bien y el mal moral, la persona adquiere un cierto tipo de experiencia en este ámbito. La experiencia en este caso también se refiere en particular a la aptitud o estado de vida moral que se desarrolla como resultado de numerosas acciones. Pero ésta no es mi principal preocupación en este momento. La experiencia moral, en el sentido en el que estoy tratando de establecer aquí puede estar conectada incluso con un solo acto, con una experiencia del bien o el mal moral vivida por una sola vez. La persona, como autor, es también al mismo tiempo testigo – testigo tanto de sí mismo como también de los demás y de la sociedad en su conjunto. La persona es igualmente un testigo presencial y testigo directo. La experiencia moral implica una participación doble por parte de la persona: como su autor y como su testigo.

   Así, la experiencia moral es, en cierto sentido, idéntica a lo que quiero expresar al usar el término «hecho moral». Tal hecho consiste en la participación de una persona (o personas) en la autoría relacionada con la aparición y vivencia de una experiencia del bien moral o del mal moral. Cuando, desde otro ángulo, hablo de la «experiencia moral», estoy llamando la atención, más allá del hecho moral, hacia un determinado testimonio – al hecho de que la persona es un «testigo» del bien y el mal moral que surge en el acto junto con su autoría. Este puede ser el acto de la persona o un acto realizado por terceras personas. En este último caso, ser testigo presupone cierta participación en el acto y en la experiencia vivida por el bien o el mal moral, mientras que en el primer caso la persona es a la vez testigo presencial y testigo inmediato como autor.

   La experiencia de la moralidad, como ya he dicho, es algo diferente de la experiencia moral: es un tipo de experiencia de segundo nivel. En primer lugar, se debe tener en cuenta que no hay ni puede haber una experiencia de la moralidad sin experiencia moral. Experimentamos la moralidad en los hechos morales, y en esa medida, incluso la distinción de estas dos experiencias es superflua. La experiencia de la moralidad sería sólo otro nombre (aunque tal vez uno menos preciso) de la experiencia moral. Sin embargo, creo que todavía vale la pena retener esta distinción aunque sólo sea para destacar el carácter perceptible de la moral en sí misma. La moralidad es lo que determina el aspecto específico de los hechos morales individuales. No es una abstracción intelectual derivada de esos hechos, sino precisamente lo que experimentamos en cada uno de ellos. Los hechos morales son el tipo de hechos que experimentamos en la moralidad. Por lo tanto, el significado del término «experiencia de la moralidad» se relaciona con el término «experiencia moral» de una manera que añade profundidad y precisión. Esto tiene importantes consecuencias para todo el concepto de la ética que, no sólo como una ciencia de hechos morales, sino también como una ciencia de la moral, tiene sus propias raíces homogéneas en la experiencia.

   Además de esto, el término experiencia de la moralidad parece tener también otro significado. Usamos el término «moralidad» para referirnos no sólo a lo que determina el carácter moral de un hecho dado, sino también al conjunto de hechos morales – la totalidad distintiva o resultante de ellos – que caracteriza a un individuo en particular o al grupo social. Así, por ejemplo, hablamos de la moralidad más alta o más baja de ciertos individuos o grupos. La moralidad en este sentido amplio también parece entrar en el ámbito de nuestra experiencia. Por supuesto, este significado de la experiencia de la moralidad es derivativo en relación con el anterior, lo que supone un contacto estricto con la experiencia moral. Este significado también difiere del anterior. En su sentido primario, el significado de la «experiencia de la moralidad», como el significado de la «experiencia moral», presupone ya sea la autoría directa de un acto y la experiencia personal del bien y el mal moral o alguna participación en esta autoría y experiencia, mientras que la experiencia de la moralidad en el sentido social puede ocurrir como desde una cierta distancia. En el primer caso, hay que ser en cierto grado a la vez un autor y un testigo del hecho moral, mientras que en este último es suficiente ser simplemente un testigo. Y sin embargo, este segundo sentido de la moralidad tampoco es sólo una abstracción, sino que es el fruto de la experiencia, por lo que no debe pasarse por alto en el punto de partida experiencial de la ética. Experimentamos la moralidad, nos ponemos en contacto con ella experiencialmente, también como resultante de muchos hechos que de cierta manera se imponen en la vida de los individuos y las sociedades – y, a veces, pesa muy fuertemente sobre ellos. Por supuesto, una percepción tan extendida de la moralidad, una percepción como desde la distancia, presupone que la percepción propia e inmediata tiene su base en los propios hechos morales.

5. LA EXPERIENCIA DE LA MORAL
Y LA EXPERIENCIA DEL SER HUMANO

   Debo también, al menos brevemente, tratar de arrojar algo de luz sobre un tema que está contenido implícitamente en la anterior, a saber, el problema de la relación de la experiencia de la moral y la experiencia del ser humano. Este problema se implicó en la discusión anterior, ya que la experiencia de la moralidad estaba íntimamente conectado allí con la experiencia moral, cuyo sujeto (así como su objeto) es siempre un ser humano. La experiencia moral siempre reside dentro de la experiencia de un ser humano, y en cierto sentido, incluso es esta experiencia. Las dos experiencias se implican una a otra mutuamente y bilateralmente. Un ser humano se experimenta a sí mismo tanto a nivel personal, como empíricamente a través de la moralidad, lo que constituye una base especial para la comprensión de la humanidad. Por otra parte, la experiencia de la moralidad – y la comprensión de la moralidad que viene con ella –, es imposible divorciarla del ser humano y de la humanidad. Aquí hay una conexión esencial. La esencia de la moralidad y de la humanidad están inseparablemente unidas. Esta afirmación también podría ser comprobada empíricamente.

   La conexión esencial de la moral con el ser humano (como persona y como miembro de la sociedad) parece evidente, más allá de las investigaciones inductivas. A lo sumo se podría decir que el discernimiento de la moral por tales medios inductivos, sobre todo como resultado de la investigación etnológica, fortalece indirectamente – no fundamentalmente – nuestra convicción relativa a la conexión esencial entre la moralidad y la humanidad. Esta convicción es tan básica que consideramos la falta de moralidad en una persona como un signo de anormalidad. La gente normal «exhibe» hechos y experiencias morales dentro del conjunto estructural de su existencia humana. Si alguien carece de estos hechos y experiencias, esto significa que la persona también carece de esos atributos que son propios de la humanidad. Nuestra convicción en cuanto a la conexión estricta y necesaria de la moralidad con la humanidad no tiene, sin embargo, un carácter a priori. Esta convicción se basa claramente en la experiencia del ser humano. Surge en nosotros no de manera a priori, sino a posteriori, lo que, es preciso reconocer, implica un cierto tipo de inducción. La inducción en este caso, sin embargo, no tiene el significado que se le asigna por Mill y los positivistas, sino el significado asignado por Aristóteles: no es un método de generalizar una tesis específica, sino simplemente un método de captar directamente una verdad general en los hechos particulares.

   Cuando se trata de la conexión de la moralidad con el ser humano en un caso dado, no comprobamos y no sentimos la necesidad de demostrar que se produce esta conexión. Nos limitamos a afirmarlo sobre la base de la experiencia de los seres humanos en general. Esta experiencia revela y da fe de la conexión estricta de la moralidad con la humanidad. El testimonio de la experiencia es tan inequívoco que los casos aparentemente contrarios no afectan nuestra creencia. De hecho, estos casos nos convencen aún más de la conexión entre la moralidad y el ser humano. En cada caso en que percibimos que una persona carece de ciertos hechos y experiencias morales, también percibimos que a esa persona le faltan ya sea determinadas habilidades propias de la humanidad o – ya que se trata una cuestión derivada – las actividades que fluye de esas habilidades. Esto, sin embargo, no ocurre – o al menos no de una manera totalmente obvia – en el caso de la locura moral o en el caso de un deterioro del sentido moral. En estos casos, estamos tratando con una humanidad normal, una en la que nos encontramos con las habilidades propias del ser humano, pero al mismo tiempo con una cierta disminución de la sensibilidad moral. Siendo así, también sometemos tales casos a la valoración moral; no los consideramos más allá de la crítica, tal como lo hacemos en casos de auténtica anormalidad.

   El problema de la conexión de la experiencia de la moralidad con la experiencia del ser humano, ciertamente pertenece al punto de partida de la ética. Ya he señalado que la experiencia del ser humano está necesariamente implícita en la experiencia de la moralidad y no puede separarse de ella en la estructura de los hechos morales. Esto también da cuenta de la estrecha relación que siempre ha existido entre la ética y la antropología. Este tema pertenece, sin duda, a una etapa posterior, es decir, a la interpretación de la experiencia de la moralidad, pero también debe ser considerado en esta primera etapa, donde planteamos el problema de la experiencia en el punto de partida de la ética. También debemos establecer, en la medida de lo posible, los límites particulares de la experiencia. La experiencia de la moralidad no se identifica totalmente con la experiencia del ser humano. Con el fin de tratar la moralidad de una manera científica, debemos tener en cuenta la experiencia del ser humano, pero no podemos limitarnos a eso completamente, porque eso nos llevaría a una pérdida del punto de partida de la experiencia en la ética y sería, en cierto sentido, transformar la ética en antropología. Debemos, por tanto, buscar discernir claramente en la moralidad su carácter propio adecuado dentro de la experiencia del ser humano y aprehender a la persona humana en términos de este aspecto. En el punto de partida de la ética, estamos preocupados con la experiencia del ser humano y su relación con la moralidad, y no en su relación con el ser humano.

   Un enfoque selectivo tal de ninguna manera disminuye o distorsiona la esencia de la experiencia. He señalado antes que siempre hay un elemento de conocimiento en la experiencia humana. A través de este elemento, es posible organizar experiencias y organizarlas en orden de subsidiariedad.

6. EL PROBLEMA DEL «SENTIDO MORAL»

   Un último tema que debe ser considerado en el marco de esta discusión es el problema del llamada «sentido moral». El concepto del sentido moral surgió en el contexto de las tendencias sensualista en antropología y epistemología. David Hume puede ser considerado como el exponente clásico de este concepto. Según Hume, la moralidad se puede reducir a un sentido característico que nos permite distinguir la virtud del vicio, de acuerdo con el placer particular que acompaña a la primera y el dolor asociado con el segundo. Este punto de vista allanó el camino para el «utilitarismo», que elevó la función del sentido moral al nivel de un principio, uno en el que se decía que la moralidad debía preocuparse de la maximización del placer y la minimización del dolor: de la producción de la mayor cantidad de placer, basado en la función del sentido moral, y de la reducción del dolor a un mínimo, en base a esta misma función. En reacción a estos puntos de vista, Kant propuso una antropología y una ética que excluye radicalmente el sentido moral y requiere de la moralidad buscar su ámbito en el imperativo categórico, que es una forma a priori de la razón práctica. Kant atacó simultáneamente el utilitarismo y el aposteriorismo en la ética. Esto no significa, sin embargo, que la comprensión de la moral que adoptó estuviese completamente divorciada de la experiencia. Por supuesto, Kant tenía – basado en esta experiencia – su propio punto de vista, en cuyo contexto aprobó el «apriorismo» en la moralidad. Este apriorismo en la moralidad no significa, sin embargo, una ruptura de facto con el punto de partida de la experiencia en la ética como ciencia. Esto no es, entonces, un apriorismo en el concepto de la ética, sino solamente en el concepto de la moralidad introducido por la ética de Kant.

   Dejando a un lado las consideraciones estrictamente históricas, debemos examinar al menos brevemente el problema del sentido moral en el contexto de estas reflexiones sobre el problema de la experiencia en la ética. Sería difícil negar que el concepto del sentido moral entró en la ética, junto con la sensualidad, pero no se puede dejar de detectar aquí un deseo encomiable de basar la ética en la experiencia y enfatizar más plenamente el carácter experiencial de la ética en su punto de partida. Esto tuvo lugar en un momento de creciente empirismo, que, como resultado de la identificación de la experiencia con una función de los sentidos, asumió una forma radicalmente empírica en el período. Tal forma también caracteriza, en un grado considerable, el concepto del sentido moral expuesto por Hume, y más aún el de los utilitaristas siglo XVII y XVIII (Bentham y otros). Sin embargo, el concepto de experiencia «puramente sensorial», parece inaceptable en vista del tipo de análisis que he intentado llevar a cabo previamente.

   El concepto de experiencia «puramente sensorial» es especialmente inaceptable cuando se aplica a la esfera de la moralidad, ya que el aspecto específico de los hechos morales – aquello que determina la esencia del «fenómeno de la moral» – de ninguna manera es accesible a los sentidos. Aquí los sentidos mismos no aprehenden nada. Incluso el placer y el dolor que, según Hume, acompañan moralmente los actos buenos y malos no son accesibles a los sentidos y no pueden realmente ser aprehendidos por los sentidos en cuanto a su aspecto específico, es decir, como un objeto del sentido moral. En este sentido, nuestro conocimiento en el área de la psicología de la moralidad ha sido mejorado en gran medida por ciertos fenomenólogos del siglo XX, y tal vez, especialmente, por Max Scheler. No hay manera de negar que los actos humanos, precisamente, en términos del valor moral, es decir, del bien y el mal contenido en ellos, van acompañados de experiencias emocionales muy profundas: por la alegría y la satisfacción espiritual en el caso del bien y por la depresión e incluso la desesperación en el caso del mal. Sin embargo, la reducción de estas experiencias y sentimientos a las categorías sensoriales del placer y el dolor es una simplificación excesiva, que se traduce en un empobrecimiento rudimentario de la imagen tanto de la persona humana como de la moralidad en el ser humano.

   En consecuencia, el concepto «puramente sensorial» del sentido moral, debe ser rechazado en la ética no sólo por la crítica radical de Kant, sino más aún debido a las penetrantes investigaciones llevadas a cabo en antropología y psicología, las que, entre otras cosas, han dado lugar a una mejor comprensión de la compleja y multidimensional estructura de la vida emocional humana. A pesar de esta crítica, el concepto de sentido moral, continuó sobreviviendo en la terminología ética. La supervivencia de este concepto debe ser vista como adecuado y útil. Aunque es imposible mantener que la moralidad es un objeto de la experiencia «puramente sensorial», la moralidad es, sin embargo, un objeto de la experiencia, por lo que los sentidos deben jugar algún papel en esta experiencia, como lo hacen en todo conocimiento humano. Un gran logro de la ciencia contemporánea, según me parece, es que llamó la atención sobre la participación del elemento emocional en la experiencia de la moralidad. La realidad de la moralidad se manifiesta a través de nuestros sentimientos. Por medio del sentimiento, nos convertimos en testigos de una manera especial tanto del valor moral de nuestros actos, y testigos de bien y el mal, como de la conexión estricta de ese bien y de ese mal con nosotros mismos como personas, con nuestra propia esencia humana, con nuestro humanidad.

   El concepto del «sentido moral» puede, por tanto, ser mantenido en la terminología utilizada por la ética – aunque el término «sentimiento moral» correspondería mejor a las intenciones significativas contenidas en ese concepto. Una vez establecido el significado básico y adecuado de la experiencia de la moralidad, el término «sentimiento moral» sirve para destacar el contacto inmediato con la realidad de la moralidad. Describimos ese contacto como experiencial. El término «sentido moral» o «sentimiento moral» apunta al elemento de concreción que aparece en este contacto; nos permite llegar a los hechos morales individuales y al aspecto específico de la moralidad en cada uno de esos hechos. Este aspecto, como sabemos, no es accesible a los sentidos. Su aprehensión debe ser, en cada caso, una función del entendimiento, una función de una cierta intuición intelectual. Esta aprehensión se lleva a cabo, sin embargo, no de una manera general y abstracta, sino de una manera particular y concreta. Se lleva a cabo en el marco de cada hecho moral. Visto de esta manera, la función del sentido moral se aproxima a la ratio particularis de que habló Tomás de Aquino.

   Los sentimientos, como una función emocional, nos acercan de una manera especial a la moralidad, al bien y al mal moral. El sentimiento es un importante y, por lo general, un muy rico componente de la experiencia de este bien y este mal, que hace que los valores morales sean concretizados de una manera particular. Sin embargo, me resulta difícil aceptar que el aspecto específico de la moral sólo puede ser «sentido», sin que al mismo tiempo sea «entendido». Me parece que el sentimiento, la experiencia emocional, tiene una especie de significado sugerente para la aprehensión de la moralidad. Se podría decir que los valores morales son como «exhibidos» en la esfera emocional. También se podría decir que vienen a ser "señalados" a través de las reverberaciones particulares relacionadas con los valores morales. Mas, por otro lado, nuestra aprehensión de estos valores, y por tanto también nuestro acceso a la moralidad en su aspecto concreto, sigue siendo la obra de un tipo de conocimiento intelectual.

   Todo esto – en vista de la concreción y la inmediatez de todo el proceso – puede quizá también ser descrito como una función de un «sentido moral» distintivo. Este término, al mismo tiempo, hace hincapié en que hay una composición orgánica y no una dicotomía radical en el ser humano.


* Traducido por Angel C. Correa de la versión inglesa, 'The Problem of Experience in Ethics',
publicada en el libro 'Person and Community, Selected Essays of Karol Wojtyla', Edición Peter Lang, 1993,
que forma parte de la Colección 'Catholic Thought from Lublin' (Pensamiento Católico de Lublin).